Hubiera preferido algo abrupto
un fuerte golpe que me dejara ciega y
sorda y muda por algunos instantes,
y que luego un día súbito pudiera
divisar hermosas hojas de árbol a lo lejos, o
no tan lejos
y así
volver a ver, a oír, a oler, saber.
Pararme y caminar.
Pudiste haberme cortado la cabeza de un
firme sablazo.
Pudiste haber abierto la puerta del
auto en movimiento y arrojarme al medio del bosque para que
hambrientos lobos me devoraran viva en la oscuridad.
Pudiste amasar tus ricas pizzas
mezclando cianuro con la levadura, y servirme así, amorosamente, mis
favoritas de jamón crudo y rúcula.
Pudiste decirme, aquella noche: “no
puedo viajar con vos este verano porque estoy quebrado. Dejemos ya
todo atrás, sigamos cada uno con su vida”.
Pero no.
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