29 de mayo de 2011

Marilyn y el anhelo sin fin


Marilyn y el anhelo sin fin

Ya sé. No existe la paz. No puedo pedirlo. No puede pedirse una tranquilidad que, de ser, sólo sería efímera, absurda y contradictoria. Sé que no se trata de ensoñación el ambiente circundante, sino más bien de lo opuesto: ¡luz!, ¡cámara!, ¡acción! Inmediatez y exigencia de respuestas eficaces. Así es la cosa, amiga, lo sé, no es necesario que lo repitas hasta el cansancio. Sé que a veces me niego, rehuyo, intento vivir en un medio más seco pero no, no hay forma. Vamos nadando pese a la sequedad. Caminamos, aun faltando adoquines, o buscamos el silencio aunque nuestra cabeza no cese de zumbar macabras frases paranoicas e intimidantes: ¡Ya estás por cumplir los ciento ochenta! ¡Y aún no has terminado lo que empezaste! ¡Todavía no formaste tu panal! ¡Y continúas sobrevolando jardines en la soledad! ¡¿Cuándo comenzarás a formar, verdaderamente, parte de un enjambre?!
Por favor, basta, me digo, nos digo. ¿Cómo puede ser que vivamos amenazadas por el zumbido de nuestro propio noticiero televisivo amarillista-profesional-serio?
Y lo que es más grave aún, esta aparente imposibilidad de detener el agua. Parece que no existe forma de que detengamos la catarata constante que nos persigue, cual grifo chorreante cuyo cuerito se ha desgastado, y que aletarga nuestra capacidad de decir. ¿Cómo puede ser?
Pero es allí cuando una recuerda, de pronto, esta amarga condición jurídica en que nos encontramos, las abejas todas, y de la que a pesar del paso de los siglos todavía no hemos podido liberarnos, aun con el sacrificio de todas las insectas que dieron su vida por nuestra causa, y con tanta quitina derramada y tanto esfuerzo jamás detenido de libación, de producción de miel y de otras tantas maravillas de las que somos capaces: estamos bajo ducha.
¿Entienden? ¿Son capaces de darle una dimensión real a este problema?
Por mucho que volemos, y sobrevolemos, y construyamos panales, y proveamos de cera y endulcemos los oídos de quienes nos escuchan –entre tantas sublimidades de las que somos capaces–, hay una condición de la que no podemos escapar. Y es esta acuosidad que nos rodea y nos envuelve, que nos atrapa y manipula, arrastrándonos por cataratas que no tienen final.
Nunca dejamos de caer por ellas. Jamás dejamos de ser salpicadas por sus gotas, ni existe la manera de que escapemos al poder arrasador de su champú, de su jabón, de su esponja o su crema.