4 de junio de 2013

Carta


Una tarde de esas con emociones raras, como me viene sucediendo en el último tiempo, se me ocurrió revolver mi caja de cartas de amigas, de mi época de secundaria. Esa caja tan bien amada, que forré pegándole pinturas mías, de aquellas épocas, y una imagen de Daria, recortada no sé de dónde.
Estaba buscando unas fotos de esas que no pongo en la biblioteca para que puedan ser vistas por las visitas (cuando tengo ganas de que miren mis fotos y me pregunten cosas sobre mi vida), unas viejas en las que tengo el pelo decolorado, rubio... porque se me había metido en la cabeza la idea de volver a hacerlo; de cambiar mi cabeza externamente, con esa estúpida esperanza que tenemos las mujeres de que, cambiando por afuera, cambie también algo por adentro. Ansias de torcer el “destino”, de transformar los sentimientos, de dominar las emociones, de controlar el tiempo, de sentir que manejamos el devenir... ese tipo de deseo.

Y así fue como encontré la carta más hermosa que me escribieron alguna vez: la más entrañable, lúcida, lúdica, musical, afectuosa e indeleble de todas las que recibí.

Encontré la carta, quizás podría decir, más eterna de todas las cartas.

La terminé de leer, y estallé en sollozos.
Hacía meses, o quizás años, que no lloraba así.

Pero no lloré de tristeza. Sentí dolor. Pero no el dolor de la muerte, no el dolor del sufrimiento de ver y sentir a un ser querido enfermo. No el dolor de no saber qué hacer para ayudarlo. No ese desgarro que provoca querer acompañar a alguien en su amargo trajinar hacia ninguna parte. No. No fue eso. No lloré por eso.
Lloré por la belleza de ese amor de hermana, que estaba ahí en la carta, y que entró en mí en ese instante, dulce y tempestuosamente. Lloré por el amor. Lloré por la felicidad. Lloré por la certeza de ambas cosas. Lloré por tanta palabra imborrable, y por el río que corre por la mente, cuando se relee una carta como ésta.

"Te adora con todo el cuerpo y el alma,  ... "